miércoles, 24 de abril de 2013

Hoy he descubierto una nueva dimensión de la hipocresía y escribo un cuento


Centenares de cajas volcadas y rotas esparcen su contenido multicolor por los pasillos del mercado central. Es un edificio de principios del siglo XX, diáfano, construido sobre una estructura metálica que lo cruza con gigantescas vigas de color gris. El techo y una de las paredes tienen un enorme agujero del que caen trocitos de ladrillo y polvo. El suelo es un revoltijo de uvas, ciruelas y fresas pisoteadas. Carlos, el cartero, debe esforzarse por buscar un hueco limpio donde apoyar el pie. Quizás tendría que haber renunciado a repartir las cartas hoy, después del bombardeo que ha dejado muda la ciudad. Pero el sentido de la responsabilidad, inculcado por su padre, ha podido más que el miedo o las incomodidades. En más de cuarenta años que lleva en el oficio no ha faltado a su trabajo ni un solo día; ni cuando nació su hijo, ni cuando murió su padre. Siempre que tiene dudas, o le fallan las fuerzas, recuerda las palabras que su abuelo solía decir a menudo, las mismas que su padre repetía, y que él, muchas veces, le repite a su hijo: el trabajo dignifica al hombre

Además  ­- pensaba Carlos mientras avanzaba entre los pasillos -   no ha habido muertos, ni tan siquiera heridos; el mercado estaba cerrado a las cinco de la mañana, y esa bomba ha debido caer aquí por error, este edificio parece un hangar, los aviones debieron confundirlo con alguna instalación militar.

Por fin llega al otro extremo del mercado, hasta el último puesto de fruta. La dueña es Elena, una mujer que pasa de los setenta. Su mirada ausente le da un aire de serenidad frente al alboroto que agita todo el recinto. El pelo blanco se confunde con la bata que contrasta con un bastón negro en el que se apoya. Vende fruta y parece que no come otra cosa. Los que la conocen dicen que pasa del aire y que solo vive para cuidar a sus cuatro nietos huérfanos, los hijos de sus dos hijos muertos. Todos los jueves recibe una carta de su marido, exiliado a Francia desde que empezó la guerra. Saluda a Carlos con una expresión interrogante, mezcla de temor y de esperanza.
El cartero asiente con una sonrisa firme, los labios apretados, y un ligero cabeceo. Saca un sobre de su enorme bolso de cuero marrón, colgado a la bandolera, demasiado grande para tan pocas cartas.
La mano huesuda y temblorosa de Elena recoge el sobre. Le da la vuelta, lee el remite, y lanza un suspiro por el que exhala su aliento y parte de su vida. Sus ojos húmedos destilan una tristeza infinita. Se sienta en una caja vacía. Apoya su bastón y abre ceremoniosamente el sobre con las dos manos. Empieza a leer en voz baja: “amada mía, nada me hace más feliz que pensar en ti, por eso te escribo, no para contarte nada sino para sentirte cerca...” Elena susurra las palabras escritas como si quisiera darles forma, como si al pronunciarlas cobrasen más fuerza. Sus ojos ya son una laguna de melancolía. Y se derraman como las uvas pisoteadas en el pasillo del mercado.

Carlos la mira. Se asegura de que ya está ensimismada en su lectura y ausente de todo lo demás. Entonces, como todos los jueves, le roba una pera a la anciana. La esconde en su enorme bolso de cuero marrón, colgado a la bandolera, demasiado grande para tan pocas cartas. Retrocede un poco, tose de manera forzada, y, evitando mirarle a la cara, se despide de ella.

¡Adiós señora!  

- La anciana interrumpe el susurro y contesta sin levantar la mirada - ¿Vendrá usted el jueves? Ya sabe que estamos en guerra.

Sí, vendré el jueves, a las nueve aquí, como siempre  - contesta Carlos -.

Mientras se aleja, el cartero aprieta los labios y repite en voz baja aquellas palabras que siempre tiene tan presentes, las que su abuelo decía a su padre, su padre a él, y él a su hijo.   

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