sábado, 12 de abril de 2014

La Rouen de Monet: ingeniero del lienzo y obrero de la luz

La catedral de Rouen es el fruto de un trabajo metódico con el que Monet expresa una forma de ser, la de un trabajador incansable del arte, al servicio de un ideal: atrapar en sus telas las cualidades efímeras de la luz y el aire para mostrárselas al mundo.
Casi veinte años antes, vivía con pocos recursos mientras su obra Impresión, sol naciente, le daba nombre al movimiento en el que se integrarían los pintores que redireccionaron la historia del arte. Pero cuando realiza esta obra ya nadie cuestiona ni su técnica ni sus pinturas. La crítica ha entendido su nuevo mensaje y se rinde ante su capacidad creadora. El público valora y compra sus cuadros. Y Monet, desde esta situación de estabilidad, no relaja su pincel sino que trabaja rápido y sin descanso, lo hace con varios lienzos a la vez, durante todo el día y durante dos años; obsesionado con ponerle forma y color al paso del tiempo.  

Vivió en un momento de importantes transformaciones sociales y fue coherente con su época, prefirió buscar su propio lenguaje y se alejó de la pintura que reflejaba la realidad para sumergirse en otra en la que experimenta con el color y pinta las sensaciones que percibe. En esta obra inicia un viaje al encuentro con la luz. En el mismo momento la fotografía ha evolucionado hasta comercializar la película en rollo. Las placas de vidrio dejan paso a los fotogramas continuos y Monet con su catedral parece acuciado por esa misma necesidad de secuenciar los instantes. Aplica pinceladas discontinuas, rebosantes de pintura sin mezclar, para ir creando una sucesión de tonalidades que se forman en la retina del espectador. Tiene que trabajar rápido porque la luz cambia rápido y cada cambio significativo le obliga a cambiar de lienzo. Su técnica le impuso una disciplina probablemente no imaginada pero que cumplió como una orden suprema. Esa disciplina y agilidad le obligaron a afinar la precisión hasta tal punto que el escritor Georges Clemenceau escribió, refiriéndose a la Catedral de Rouen, que “Monet hace que hasta las piedras hablen”.

Algunos expertos han descifrado el método de trabajo para esta obra, imaginando las cadencias para el cambio de lienzo y los retoques posteriores en el estudio. Esta inquietud por entender el proceso, más allá del resultado y de la técnica, se explica por lo trasgresor del procedimiento. A Monet no le sirve la observación y la retención, pese a poseer una formidable memoria fotográfica; él necesita estar al aire libre durante todo el proceso, desea formar parte de la atmósfera que pretende trasladar a su cuadro. De esta forma se desliza, como lo hace su pincel, entre los amarillos y los azules que la luz del sol vierte sobre la fachada de la catedral. Cuando las paredes son doradas, las sombras son azules, así traslada hasta el observador el calor o el frescor del edifico y sus oquedades. La catedral de Rouen es un diálogo entre estos dos colores. Pero es un diálogo frenético para que ocupen cada uno su lugar en el cuadro, su arte no es el arte del sosiego sino el de la percepción y la precisión. Parafraseando a Celaya, Monet dejó constancia en este cuadro de lo que era, un ingeniero del lienzo y un obrero. Alguien capaz de romper con el arte para crear otro nuevo, sin descanso y sin tregua. Y como quiso ser fiel a su idea, hasta las últimas consecuencias, necesitó treinta y una telas y dos años para atrapar la luz que se le escapaba por las juntas de las piedras de la catedral de Rouen. 

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