lunes, 11 de mayo de 2020

Confinamiento y docencia

El confinamiento casi nunca es una decisión voluntaria. Salvo casos muy concretos, el común de los mortales se recluye por obligación. En ocasiones, confinarse es el requisito para ejercer una determinada actividad profesional, como ocurre con los astronautas o con los marinos; otras veces es una imposición por cuestiones de seguridad, ante un conflicto bélico o por riesgo para la salud como sucede ahora. Quienes hemos vivido confinamientos de duración similar al actual, recluidos varias semanas en espacios reducidos, como requisito profesional, sabemos que una de las claves para superarlo con éxito es la convicción de que tienes una misión que cumplir. Las biografías de personas que vivieron confinamientos forzosos apuntan en este sentido, también mi experiencia por la participación en numerosas campañas científicas, en la Antártida, en África y en América del Sur, en las que tuve que vivir en espacios reducidos a bordo de barcos, en cabañas o en tiendas de campaña, durante semanas o meses. Las condiciones de habitabilidad en estos espacios nunca venían descritas en el proyecto, y aunque las intuyes, la realidad siempre te descoloca. Es entonces cuando hay que adaptarse, valorar los pocos recursos de los que dispones, y fijar los objetivos que justifican ese estado de incomodidad permanente que invita a caer en la trampa de la desesperación. La otra clave está en el proceso. Cada día y cada hora que pasa puede jugar a nuestro favor o en nuestra contra. Visibilizar los aspectos positivos del encierro es posible, y se consigue mirando atrás. Cuando llevas semanas aislado, empiezas a desconectar de la realidad, a pesar de estar informado por medios indirectos y de convivir con otras personas. Entonces tomas más conciencia que nunca de que posees un pasado. Un pasado que se puede saborear, como la magdalena de la novela de Marcel Proust, con sus aciertos y sus errores, para valorar cada detalle del presente. La biblioteca de los recuerdos nos posiciona con perspectiva ante los objetos que conviven con nosotros, todos con su historia. La fuerza que nos da recordar lo vivido nos ayuda a establecer un trabajo diario, ajustado a las limitaciones impuestas por la situación, que no debe ir más allá de las posibilidades reales de llevarlo a cabo con éxito. Hacer lo que soñamos dentro de unas normas estrictas, sin libertad, es un gran reto, y conseguirlo reporta mucha satisfacción porque nos hace sentir capaces de vencer obstáculos y superar adversidades. Hace dos meses fueron suspendidas las clases presenciales en la universidad, muchos de nuestros alumnos se quedaron en sus pisos de estudiantes, otros pudieron regresar al domicilio familiar. Cada uno vive la situación de forma distinta, para todos, el cuatrimestre y sus planes han dado un giro absolutamente inesperado. El curso sigue con un “Plan de Continuidad Docente” en la Universidad de Alicante, y la preocupación de mis compañeros de asignaturas ha sido buscar fórmulas para que los trabajos académicos del alumnado, los que tienen que hacer y entregar antes de final de curso, los puedan integrar en sus rutinas diarias, no exigiendo imposibles sino aprovechando sus recursos disponibles. Hemos intentado que mirasen atrás, recuperando sus recuerdos de lo aprendido en los meses anteriores. Ha sido importante repasar las etapas que ya habían superado y, a partir de ahí, les hemos trazado la ruta para la misión que tienen que cumplir, que consiste en llegar al final del periodo lectivo con todos los conocimientos adquiridos. Su juventud no les permite disponer de la experiencia que tenemos los docentes, ellos están formándose y nuestra responsabilidad es trasladársela de forma útil. Especialmente se trata de marcar unas pautas y planificar cómo será el final de la etapa, cuando llegue la evaluación, despejando la incertidumbre. La respuesta de los alumnos, en nuestro caso, nos demuestra un alto grado de madurez y en muchas ocasiones una gran sensibilidad. Lo que están aprendiendo y experimentando, en casi dos meses de confinamiento forzoso, dejará una huella importante en sus vidas. Superar esta crisis con éxito les dará una fortaleza especial y una experiencia que tal vez algún día tengan que trasladar a otras personas. Pero eso será después, hoy nos toca a nosotros indicarles el camino, ojalá sepamos hacerlo bien.

domingo, 23 de julio de 2017

El mar helado de Bellinghusen

Estamos sumergidos a veinte metros de profundidad, con una visibilidad casi nula, mientras el mar de fondo nos zarandea varios metros a uno y otro lado. En estas condiciones aún intentamos agarrarnos a las rocas del fondo para obtener algunas imágenes. Pero el agua está a dos grados bajo cero y los engorrosos guantes estancos dificultan el trabajo. En los treinta minutos de inmersión solo he visto dos veces a mi compañero. Ha pasado sobre mi cabeza, arrastrado por la corriente, y unos segundos más tarde lo ha hecho en sentido contrario. Las condiciones son muy duras pero Manuel Ballesteros, profesor de biología de la Universidad de Barcelona, domina bien la situación y en su vaivén incontrolado aprovecha para ir recogiendo muestras. Cruzamos una mirada y seguimos con nuestro trabajo. Estamos buceando en las proximidades de la Isla de Pedro I, en el Mar helado de Bellingshausen y llevábamos ocho años esperando este momento. Nuestro viaje empezó a finales de enero del 2003 y lo hizo de una forma accidentada. Por cuestiones de logística hicimos el trayecto desde Punta Arenas, en el sur de Chile, hasta la Península Antártica, en un avión Hércules del ejército chileno. El segundo intento de aterrizaje en la Antártida, en una pequeña pista de tierra, obligó al piloto a una frenada tan brusca que desplazó la carga de la bodega hacia nosotros. Ese fue el principio (y también pudo ser el final) de una campaña planificada desde el año 1995, cuando concluyó la segunda fase de los primeros proyectos Bentart, dedicados al estudio de la biología marina del bentos antártico. La nueva aventura científica tiene como objetivo bajar hasta los 71º de latitud sur para realizar el estudio de una franja marina que dé continuidad geográfica a los trabajos realizados en los años 94 y 95. Se trata de conocer, en el sentido más estricto de la palabra, el lecho marino de un mar desconocido y poco explorado, tal vez porque está expuesto a unas condiciones climatológicas extremas. La responsable científica del proyecto, la bióloga Ana Ramos, ha diseñado un itinerario de casi dos meses, empezando por la zona sur, la más complicada, para ir subiendo hacia lugares que permiten un cierto abrigo ante el mal tiempo. La experiencia de otras expediciones anteriores, realizadas en las proximidades de las bases científicas españolas, no tiene nada que ver con la nueva zona de trabajo. Pasamos varios días sin ver nada más que agua, lanzando muestreadores a más de mil metros de profundidad, barriendo con las sondas del Hespérides los fondos marinos, trazando decenas de transectos en busca de fondos que cubran todo el rango de profundidades. El Bellingshausen se revela como un mar de fondos austeros en el que, de pronto, aparecen oasis submarinos de vida animal. Cuando la ruta nos aproxima al continente, la banquisa helada nos da la bienvenida con un desfile de témpanos azules y blancos, densos, opacos, y a veces transparentes como el cristal. Los hay de todas las formas y texturas imaginables. Recién cortados con filos rectos y aristas puntiagudas o modelados con suaves curvas, algunos forman gigantescas bóvedas caprichosamente excavadas por las olas. Rodeados por este paisaje, el barco hace una incursión entre los hielos y entonces, el mar desaparece. Avanzamos entre gigantescas placas de agua marina congelada que se agrietan a nuestro paso y arañan el duro metal del casco provocando un sonido fantasmal. En la cabeza de todos está presente la terrible historia de Shackleton, atrapado con su barco por el hielo durante un año. Aunque ha pasado casi un siglo desde la formidable osadía del Endurance, aquí sigue sin haber nadie en cientos de kilómetros a la redonda y estamos muy lejos de casi todo. En esta prisión blanca, como la llamó el escritor Alfred Lansing, de pronto aparecen dos ojos impasibles que clavan su mirada escéptica en nuestro barco: sobre un témpano ensangrentado, una foca leopardo reposa del festín, entre los despojos de su última presa. Por primera vez en muchos días se ve tierra en el horizonte: es la Isla de Pedro I, una montaña volcánica que parece atrapada por un cinturón de acantilados de hielo. Una isla en este lugar significa que podremos sondear cotas poco profundas y entonces el trabajo se duplica; desde el barco con las dragas y desde una embarcación neumática con el robot. El sumergible no tripulado se maneja por control remoto. Lleva instalada una cámara de vídeo y grabamos todo en un magnetoscopio digital. Nuestro ROV puede descender hasta trescientos metros y aproximarse sin peligro a los acantilados a los que el barco tiene prohibido aproximarse por razones de seguridad. La zona más somera, desde los cero a los cuarenta metros, la reservamos para la observación directa mediante buceo autónomo. Cada vez que sacamos las cámaras a la cubierta, las baterías bajan su rendimiento a la mitad. En ocasiones rozamos la sensación térmica de treinta grados bajo cero, así que cuando las cámaras entran en el agua, que está en torno a los cero grados, ya han sufrido una dura aclimatación previa. Trabajamos con dos carcasas estancas construidas en aluminio, muy robustas, pero lo más complicado es el acceso a los mandos con las manos frías y tres pares de guantes. En la segunda mitad de la campaña hemos tenido ocasión de fotografiar varios témpanos varados en un canal rocoso. Descendemos por una pared de hielo. Nos gusta bajar deslizando la mano sobre la superficie suave y resbaladiza que nos conduce hasta el fondo. Allí clavado, el témpano avanza lentamente abriendo un surco profundo en las rocas y cantos rodados. Como un arado implacable, la quilla de hielo revuelve las algas del género Desmarestia que llevan adheridas un sinfín de ejemplares de la lapa Nacella concinna. Unos metros más arriba, una colonia de pingüinos de Adelia se zambulle constantemente en busca de presas. Aunque en esta expedición hemos realizado permanencias bajo el agua de más de una hora, las inmersiones siempre se hacen cortas. Durante el ascenso algunos cormoranes se lanzan sobre nuestras burbujas, tan sorprendidos como nosotros por este inusual encuentro. Mientras tanto, la actividad a bordo del Hespérides se sucede sin descanso. Los dragados selectivos suben a la cubierta el resultado de los muestreos indirectos realizados hasta profundidades de dos mil metros. Parte de la muestra es aclimatada en acuarios que hemos instalado en una cámara frigorífica, junto a los laboratorios. El sistema permite la observación en vivo y la fotografía de muchas especies como paso previo a la clasificación, que supone el gran reto del proyecto. La prudencia y el método científico se mezclan con la emoción por la posibilidad de estar ante especies nuevas, jamás determinadas y probablemente jamás observadas. Los grandes grupos taxonómicos están asignados a científicos que han cambiado el despacho y el aula por el traje de supervivencia y las botas de agua. Veinticuatro especialistas que tienen la responsabilidad de conocer y de transmitir el conocimiento de este lugar oculto, uno de los últimos rincones vírgenes de nuestro planeta. El Hespérides ya navega con rumbo norte. La ruta atraviesa un complejo sistema de canales estrechos y bahías profundas. Los últimos transectos se hacen con el mar en calma, protegidos de un viento furioso que anuncia el final del verano austral. Reconforta ver en el horizonte la silueta de algunas bases científicas, volvemos a la civilización. La noche, que hasta hace dos meses no existía, empieza a dejarse sentir. El crepúsculo tiñe de amarillo los hielos. Navegamos a sólo dos nudos, no tenemos prisa, la campaña está llegando al final. Aparecen ante nosotros los restos de viejos botes balleneros y centenares de huesos esparcidos por la playa. Son los testigos mudos de un pasado en el que el ser humano diezmó a los únicos habitantes legítimos de la Antártida. Afortunadamente eso queda muy atrás y por esta vez voy a tener en cuenta el pasaje del Antiguo Testamento, cuando la mujer de Lot, desoyendo la advertencia, se dio la vuelta para mirar atrás y quedó convertida en estatua de sal.

viernes, 9 de junio de 2017

Es hora de irse a Marte

Hace algo más de ochenta años que el poeta Pedro Salinas hizo las maletas y se marchó de España. Nunca regresó aunque le hubiese gustado hacerlo. Se fue a EEUU en un exilio voluntario, definido por la profesora Margarita Garbisu, como “un exilio anticipado”. Según él mismo dejó escrito, se fue para salvarse de un ambiente “sembrado de odios y rencores”; la Guerra Civil vino después pero ya no soportaba un país que había entrado en la espiral diabólica del arrinconamiento de las letras en favor de una política violenta y polarizada. Allí, en la norteamérica que progresaba con fuerza para olvidar la crisis de 1929, el autor de La voz a ti debida se encontró con una sociedad diferente que le sumió en una profunda reflexión de la que surgió su ensayo titulado El defensor. Salinas dejaba un país con un índice de analfabetismo, según la base histórica del INE, de casi un 40%. A estos viejos analfabetos los llamó “analfabetos puros”, aquellas personas sin acceso a la cultura porque no sabían leer ni escribir, porque no tuvieron nunca la posibilidad de aprender. A estos analfabetos, por los que sentía un profundo respeto, los defendía en su obra; pero frente a ellos descubrió a otros que él definió como “neoanalfabetos”, individuos con competencia lectoescritora que “se niegan” a usarla con una finalidad cultural y humanística. El poeta de la generación del 27 escribió su ensayo entre 1942 y 1946, un periodo revolucionario de las tecnologías de la comunicación en el que arrancaba la televisión en muchos países, se consolidó la radio, despegó el cine como industria y el periodismo alcanzó un formidable desarrollo. Fue aquel un tiempo que guarda ciertas similitudes con el momento actual de revolución de la comunicación provocada por la digitalización y por el impacto de Internet. Para Salinas la implantación de la enseñanza primaria obligatoria, como fórmula de alfabetización de la sociedad, fue como “una luz que ilumina a las personas”; sin embargo, sentenciaba que “todo alfabeto actual es un lector potencial (…) pero puede leer o puede no leer”. Además, en el caso de las personas que sí ejercen su capacidad lectora se preguntaba ¿qué leen? y ¿cómo leen? Con una mezcla de ironía, crítica y enfado a partes iguales afirma que los neoanalfabetos “ni están con el diablo en su tenebrosa ignorancia, ni aspiran a Dios, a la claridad de su sapiencia. Todo lo pudieron y a nada se atrevieron”. Salinas era un ilustrado al que le dolía la superficialidad de un mundo que no buscaba el progreso en sus raíces culturales. Un ilustrado desconcertado por una cohorte de mediocres que alcanzan el éxito sustentados en banalidades. Salinas supo ver en esta realidad el peligro de un futuro incierto y lo dejó escrito, desde el título hasta el último punto del tercer capítulo de su libro, la Defensa, implícita, de los viejos analfabetos. Supo anticiparse a los conceptos de “analfabetismo funcional” con la angustia de ver que dejaba atrás un mundo de ignorancia obligada para adentrarse en un nuevo mundo de ignorantes voluntarios. Huyó de un país donde los conflictos se aceleraban buscando la paz en la cultura, antipándose de nuevo a las modernas conclusiones de la Comisión Internacional sobre la educación para el Siglo XXI de la Unesco donde afirman que “sólo puede lograrse la paz a través de la solidaridad intelectual y moral de la humanidad”. Una bella propuesta que choca frontalmente con la situación actual donde el enfrentamiento y la mediocridad intelectual han puesto tristemente de actualidad el verbo radicalizar. Salinas se fue, y los mismos motivos que a él le llevaron al autoexilio en 1936, bien valdrían ahora para alejarse de un mundo que vuelve a vivir la confrontación constante, local, nacional y global al mismo tiempo. El mayor problema ahora es decidir a dónde ir. Marte sería, tal vez, un buen lugar, siempre que la vida allí fuese posible… y hubiese bibliotecas.

domingo, 20 de marzo de 2016

La televisión valenciana y el riesgo del zombi



La televisión valenciana envejeció tan rápidamente que murió agonizando con apenas veinticinco años. El cierre de Canal 9 fue el final de una serie de despropósitos, un estudio de caso para los manuales académicos del futuro, y todo un código de malas prácticas empresariales. Pero a los muertos hay que darles sepultura y descartar tentaciones satánicas de resucitación. Sin embargo, no se entiende bien una comunidad autónoma, con lengua propia y múltiples rasgos culturales de identidad que no sea capaz de tener su propia televisión. El dilema se adereza con el avance vertiginoso de nuevas fórmulas de comunicación, nuevos formatos y nuevas audiencias. Mientras en unos despachos se decide cómo devolver la vida a Canal Nou, en la calle y en la Red, las personas ya han compartido lo que quieren y cómo lo quieren. Crear un zombi sería lo peor que podría pasarle a la cadena autonómica, y ese riesgo existe.     

La nueva televisión valenciana debe tener su aliado en Internet más que en un segundo canal, debe nutrirse de contenidos pensados para dispositivos móviles más que de grandes coberturas, y debe poner la mirada en lo local para generar interés global. Debería ser, sobre todo, una televisión cultural, de proximidad y de contenidos informativos rigurosos, donde la producción propia de noticias sea la base y las agencias lo complementario. Deberíamos ser capaces de exportar noticias hacia fuera porque es la única forma de transmitir los valores de la Comunidad Valenciana hacia otras regiones, en vez de basar la información en las noticias envasadas que se repiten exactamente igual en todas las cadenas nacionales.

La implicación de los profesionales locales debería ser un activo a tener en cuenta, una televisión autonómica de integración local, que cuente con corresponsalías a través de los profesionales independientes y los autónomos, que sientan como suya la cadena y que formen parte de ella. En vez de desplazar unidades móviles y equipos de personas, establecer acuerdos con las empresas audiovisuales, abaratar costes de producción, y revertir parte del dinero público en el sector audiovisual valenciano. Es necesario un nuevo modelo de gestión para una nueva forma de comunicación.

Pero la cuestión radica en la sostenibilidad, enterrado el modelo basado en el despilfarro, la nueva televisión autonómica debería ser humilde y huir de la programación basada en grandes espectáculos. No es posible competir en entretenimiento con La Sexta o Telecinco, ni tampoco necesario para un canal público; como tampoco es necesario llenar las veinticuatro horas de parrilla. No hay que tener complejos para desconectar a las doce de la noche, vale más emitir la carta de ajuste, como se viene haciendo desde noviembre de 2013, que llenar el espacio nocturno de curanderos al servicio del engaño.  

Y con publicidad, por supuesto, porque la creación publicitaria es una actividad económica de primer orden, imprescindible para las empresas donde el tejido industrial valenciano pueda tener la opción de anunciarse en su propia cadena. Nuestra televisión debe ser de todos, no debe ser un negocio, pero tiene que ser sostenible, contribuir al empleo y servir de apoyo a las empresas. No puede ser nunca una televisión comercial sino cultural, y eso cuesta neuronas, esfuerzo y grandes dosis de generosidad profesional. Sin estas claves será imposible arrancar un nuevo proyecto audiovisual valenciano útil para las personas porque el ecosistema Internet ya permite satisfacer, individualmente, cada necesidad informativa o de entretenimiento.

domingo, 6 de septiembre de 2015

Osa Johnson, una mujer fuera de su tiempo

La vida de Osa Johnson es la de una mujer norteamericana que nació en 1893 y dedicó una gran parte de su vida a viajar, junto a su marido Martin Johnson, a lugares desconocidos, para conocer y divulgar las costumbres de sus habitantes. Los Johnson no fueron antropólogos, en el sentido estricto de la disciplina, sin embargo, han jugado con su trabajo un importante papel de difusión de la antropología; y la difusión de una disciplina académica es muchas veces imprescindible para la supervivencia de la propia disciplina.

La antropología académica, cuando investiga a otras culturas, se nutre de documentos como los que Osa y Martin registraron. Ellos lo hicieron sin una metodología porque su objetivo era conocer y dar a conocer, pero de forma inconsciente contribuyeron a dos cosas muy importantes: por un lado dejaron información valiosa sobre gentes y lugares en forma de imágenes y documentos sonoros; por otro lado, incitaron al viaje a muchas otras personas, hicieron ver que era posible, y probablemente muchos antropólogos académicos se inspiraron en sus viajes para realizar estudios científicos sobre esas mismas o sobre otras culturas. Osa y Martin parecían fieles a la profunda reflexión que introduce los estudios de antropología de las universidades UOC y Rovira y Virgili, atribuida a Terencio (Roma, s. II a.C.) “soy humano y nada humano me es ajeno”.

El viaje es uno de los elementos característicos de la antropología. Desplazarse hasta el lugar que se quiere estudiar es imprescindible para observar in situ los detalles que caracterizan a un estudio cualitativo. En este sentido, Osa y Martin siempre tuvieron muy clara la necesidad de viajar y de vivir en el lugar de los hechos para entender aquello que querían contar. El matrimonio Johnson ha sido etiquetado muchas veces como cineastas pero su método no es el de las producciones cinematográficas que intentan pasar el menor tiempo posible en el escenario para optimizar los rodajes, que a su vez obedecen a un plan previamente establecido. Los Johnson, en realidad, planificaban sus rodajes como antropólogos, para ellos lo importante era conocer en profundidad el lugar y sus habitantes, y para hacer eso posible sabían que tendrían que estar meses o incluso años conviviendo con los protagonistas de sus películas. También en ocasiones se ha criticado que el protagonismo de sus películas recaía en Osa y que, por este motivo, el fin principal quedaba desvirtuado. Pero, viendo algunas de sus obras, se puede concluir que el papel de Osa Johnson era más bien de hilo conductor y que cedía en cada momento el protagonismo a los nativos, a los animales o a los paisajes. Para realizar su trabajo sobre el elefante africano llegaron a pasar cuatro años en África, viviendo en la montaña Marsabit, junto al lago Paraíso. Allí construyeron un pequeño pueblo que fue su campamento base durante todo ese tiempo. Ese modelo de trabajo se aproxima más al trabajo antropológico que al meramente audiovisual, o en cualquier caso a un trabajo de creación audiovisual muy comprometido con la antropología; y todo eso ocurría en un momento en que se estaba definiendo la antropología como ciencia.     

Osa fue una mujer adelantada a su tiempo. Con apenas dieciséis años tomó una decisión nada convencional que llevó a cabo de manera determinante. Quiso conocer otros mundos fuera del suyo y lo hizo, contraviniendo todas las normas establecidas para las mujeres, en una sociedad dominada por los hombres. Pero además, lo hizo junto a un hombre que también contravino las convenciones del momento. Osa y Martin fueron una pareja de antropólogos no académicos, pero sí vocacionales, que sintieron el mismo impulso por conocer que los antropólogos formados en la academia. Pero en su tiempo y en su momento, desarrollaron su vocación innovando métodos y buscando financiación para sus proyectos a través de empresas privadas y museos.

Con su actitud, los Johnson también hicieron antropología de género al demostrar que hombres y mujeres poseen las mismas capacidades. Cosas que en su día pudieron parecer pintorescas, como empuñar un rifle, adentrarse entre caníbales o pilotar un avión, rompieron moldes y fueron sentando las bases de una propuesta universal por la igualdad de roles entre hombres y mujeres.       


jueves, 21 de mayo de 2015

El barco de Nerón


El yacimiento submarino conocido como Bou Ferrer es el naufragio de un gran velero de comercio romano, datado a mediados del siglo I d. C.
Desde su descubrimiento para la ciencia, en el año 1999, en el yacimiento se han  realizado varias intervenciones arqueológicas, de importancia dispar, encaminadas a su investigación y protección. 
En el año 2013 se planteó la idea de acometer una gestión integral sobre el yacimiento en todas las intervenciones que se realicen a partir de ese momento, lo que significaba incorporar a los proyectos anuales otras  fórmulas de difusión del conocimiento hacia la sociedad, para hacerla partícipe mediante una comunicación eficaz, y posibilitar su aproximación real al yacimiento submarino y a todos los objetos, recuperados y restaurados, que se conservan en el museo local.
Desde el año 2014 el pecio es visitable in situ por aquellas personas interesadas en el patrimonio cualtural submarino, que estén en posesión del título de buceador. Se trata de una cita con el pasado, una nueva forma de turismo cultural que permite al visitante observar un momento intacto de la Antigúedad, conservado bajo el agua durante casi dos mil años. 
En este mapa se puede conocer la ruta del Bou Ferrer  

sábado, 28 de marzo de 2015

El mármol como expresión

En la capilla Cornaro, dentro de la iglesia de Santa María della Vittoria, en Roma, hay un altar formado por un conjunto escultórico en mármol que no deja indiferente a nadie. 
La obra recibe el nombre de El éxtasis de Santa Teresa y su autor es Gian Lorenzo Bernini (1598-1680) quien la creó entre 1645 y 1652. Se inscribe en el momento culminante del estilo barroco en Italia, cuando los edificios y su ornamentación, como afirma Gombrich, “acumularon las ideas más deslumbrantes”. El contenido representado muestra una de las experiencias místicas de la carmelita española Santa Teresa de Ávila, que levita al recibir la comunión mientras un ángel le traspasa el corazón. Uno de los aspectos más llamativos es la capacidad de abstracción del autor, que partiendo de los textos del libro Vida, escrito por la religiosa, fue capaz de representar, gráficamente, su contenido. No parece esta la simple copia en mármol de una estampa, sino la materialización de toda una forma de ser. Bernini debió estudiar profundamente la obra de Santa Teresa para poder darle forma a su misticismo y, comprometido con la causa de la Contrarreforma, consiguió sumergir al espectador en la experiencia religiosa, siguiendo las recomendaciones del concilio de Trento.   
El Éxtasis de Santa Teresa conforma y organiza todos los elementos del altar de la capilla Cornaro. Formalmente, es mucho más que una obra escultórica, es todo un escenario teatral diseñado para cumplir un fin concreto: envolver a los asistentes y hacerlos partícipes de una fe. La escena principal se observa en contrapicado, con la consiguiente sensación de superioridad que transmite el hecho narrado. Pero las figuras del ángel y de Santa Teresa están iluminadas desde arriba, desde una ventana invisible y sugerente, una metáfora del cielo y de la luz del Creador. El autor hizo uso de su destreza para los detalles, especialmente para el retrato, y consiguió un nivel supremo en la expresión del ángel y de la santa. Sorprende el equilibrio entre ambas expresiones que configuran una verdadera escena de acción, reforzada por la forma de resolver los pliegues de las ropas, un tratamiento desconocido hasta el momento.
Quizás Bernini, como sus predecesores del Cinqueccento, mantenía fuertes raíces de aquel individualismo renacentista porque solo así es posible emprender caminos nuevos en un ambiente acotado por los encargos y los gustos de los mecenas. Su producción artística se inscribió en un periodo política y socialmente convulso, donde la omnipresente religión sufrió el impacto de la Reforma y la reacción de la Contrarreforma. El arte cumplía una misión fundamental en la consolidación y propagación de las creencias, el movimiento protestante proponía la exclusión de las imágenes y su culto, y la reacción del orbe católico descubrió que el arte podía servir también para “persuadir y convertir a aquellos que, acaso, habían leído demasiado”.
El XVII fue un siglo original de profundas contradicciones, al que varios autores se han referido también como “siglo trágico” o “de la crisis socio-económico-política”. En cualquier caso, el contexto en el que Bernini desarrolló su arte es de regresión económica general, tras el impulso renacentista, con una primera crisis del incipiente capitalismo. A esto se suma una crisis de relaciones entre el Estado y la Sociedad, una crisis también, como afirma Mousnier “de todo lo referente al Hombre”. Demográficamente, el XVII es un periodo negativo a causa de la peste, el hambre y la guerra. Mientras Bernini trabajaba en la capilla Cornaro se produjo el periodo de mayor intensidad en la dinámica epidémica y el gasto público aumentó de forma espectacular. En este contexto la representación de la transverberación de Santa Teresa jugó un papel decisivo como catalizador de un estilo artístico, el Barroco, convertido en el símbolo del catolicismo restaurado.     
Bernini superó el arte de la escultura para convertirse en un narrador omnisciente que relata una historia con todos sus matices, a través de las expresiones, las formas y la luz. En literatura está asumido que los personajes, una vez creados, se independizan de sus autores para iniciar una vida paralela y distinta. En escultura, sin embargo, la obra siempre se analiza como producto de su creador, obra de arte y artista forman un conjunto de relaciones inseparables que se alimentan mutuamente. Pero el Éxtasis de santa Teresa puede ser una de esas obras capaz de independizarse de su autor, como los personajes de ficción inspirados en referentes reales que adquieren vida propia, escapando al corsé de la realidad y a la mente creadora de su autor. Esta no es una escultura más del Barroco italiano, la talla en mármol adquiere varios niveles de tridimensionalidad que se separan entre sí gracias a las texturas y a la escenografía recreada alrededor del motivo principal. La mirada del ángel delata sus intenciones, el desfallecimiento y la expresión de Santa Teresa ofrecen un sinfín de sugerencias, incluso para un mismo espectador que la observe en momentos diferentes. La relación entre ambas figuras es sencillamente perfecta, y nos sumerge en el acontecimiento religioso, tal como pretendió su autor.
Santa Teresa nació un día como hoy, 28 de marzo del año 1515. Bernini escenificó su Vida más de un siglo después pero, acabada su obra, él dejó de estar presente; al conseguir una perfecta escenografía borró cualquier recuerdo que nos pueda hacer pensar en las manos que tallaron aquellos mármoles. Esa es la grandeza del arte.