domingo, 23 de julio de 2017

El mar helado de Bellinghusen

Estamos sumergidos a veinte metros de profundidad, con una visibilidad casi nula, mientras el mar de fondo nos zarandea varios metros a uno y otro lado. En estas condiciones aún intentamos agarrarnos a las rocas del fondo para obtener algunas imágenes. Pero el agua está a dos grados bajo cero y los engorrosos guantes estancos dificultan el trabajo. En los treinta minutos de inmersión solo he visto dos veces a mi compañero. Ha pasado sobre mi cabeza, arrastrado por la corriente, y unos segundos más tarde lo ha hecho en sentido contrario. Las condiciones son muy duras pero Manuel Ballesteros, profesor de biología de la Universidad de Barcelona, domina bien la situación y en su vaivén incontrolado aprovecha para ir recogiendo muestras. Cruzamos una mirada y seguimos con nuestro trabajo. Estamos buceando en las proximidades de la Isla de Pedro I, en el Mar helado de Bellingshausen y llevábamos ocho años esperando este momento. Nuestro viaje empezó a finales de enero del 2003 y lo hizo de una forma accidentada. Por cuestiones de logística hicimos el trayecto desde Punta Arenas, en el sur de Chile, hasta la Península Antártica, en un avión Hércules del ejército chileno. El segundo intento de aterrizaje en la Antártida, en una pequeña pista de tierra, obligó al piloto a una frenada tan brusca que desplazó la carga de la bodega hacia nosotros. Ese fue el principio (y también pudo ser el final) de una campaña planificada desde el año 1995, cuando concluyó la segunda fase de los primeros proyectos Bentart, dedicados al estudio de la biología marina del bentos antártico. La nueva aventura científica tiene como objetivo bajar hasta los 71º de latitud sur para realizar el estudio de una franja marina que dé continuidad geográfica a los trabajos realizados en los años 94 y 95. Se trata de conocer, en el sentido más estricto de la palabra, el lecho marino de un mar desconocido y poco explorado, tal vez porque está expuesto a unas condiciones climatológicas extremas. La responsable científica del proyecto, la bióloga Ana Ramos, ha diseñado un itinerario de casi dos meses, empezando por la zona sur, la más complicada, para ir subiendo hacia lugares que permiten un cierto abrigo ante el mal tiempo. La experiencia de otras expediciones anteriores, realizadas en las proximidades de las bases científicas españolas, no tiene nada que ver con la nueva zona de trabajo. Pasamos varios días sin ver nada más que agua, lanzando muestreadores a más de mil metros de profundidad, barriendo con las sondas del Hespérides los fondos marinos, trazando decenas de transectos en busca de fondos que cubran todo el rango de profundidades. El Bellingshausen se revela como un mar de fondos austeros en el que, de pronto, aparecen oasis submarinos de vida animal. Cuando la ruta nos aproxima al continente, la banquisa helada nos da la bienvenida con un desfile de témpanos azules y blancos, densos, opacos, y a veces transparentes como el cristal. Los hay de todas las formas y texturas imaginables. Recién cortados con filos rectos y aristas puntiagudas o modelados con suaves curvas, algunos forman gigantescas bóvedas caprichosamente excavadas por las olas. Rodeados por este paisaje, el barco hace una incursión entre los hielos y entonces, el mar desaparece. Avanzamos entre gigantescas placas de agua marina congelada que se agrietan a nuestro paso y arañan el duro metal del casco provocando un sonido fantasmal. En la cabeza de todos está presente la terrible historia de Shackleton, atrapado con su barco por el hielo durante un año. Aunque ha pasado casi un siglo desde la formidable osadía del Endurance, aquí sigue sin haber nadie en cientos de kilómetros a la redonda y estamos muy lejos de casi todo. En esta prisión blanca, como la llamó el escritor Alfred Lansing, de pronto aparecen dos ojos impasibles que clavan su mirada escéptica en nuestro barco: sobre un témpano ensangrentado, una foca leopardo reposa del festín, entre los despojos de su última presa. Por primera vez en muchos días se ve tierra en el horizonte: es la Isla de Pedro I, una montaña volcánica que parece atrapada por un cinturón de acantilados de hielo. Una isla en este lugar significa que podremos sondear cotas poco profundas y entonces el trabajo se duplica; desde el barco con las dragas y desde una embarcación neumática con el robot. El sumergible no tripulado se maneja por control remoto. Lleva instalada una cámara de vídeo y grabamos todo en un magnetoscopio digital. Nuestro ROV puede descender hasta trescientos metros y aproximarse sin peligro a los acantilados a los que el barco tiene prohibido aproximarse por razones de seguridad. La zona más somera, desde los cero a los cuarenta metros, la reservamos para la observación directa mediante buceo autónomo. Cada vez que sacamos las cámaras a la cubierta, las baterías bajan su rendimiento a la mitad. En ocasiones rozamos la sensación térmica de treinta grados bajo cero, así que cuando las cámaras entran en el agua, que está en torno a los cero grados, ya han sufrido una dura aclimatación previa. Trabajamos con dos carcasas estancas construidas en aluminio, muy robustas, pero lo más complicado es el acceso a los mandos con las manos frías y tres pares de guantes. En la segunda mitad de la campaña hemos tenido ocasión de fotografiar varios témpanos varados en un canal rocoso. Descendemos por una pared de hielo. Nos gusta bajar deslizando la mano sobre la superficie suave y resbaladiza que nos conduce hasta el fondo. Allí clavado, el témpano avanza lentamente abriendo un surco profundo en las rocas y cantos rodados. Como un arado implacable, la quilla de hielo revuelve las algas del género Desmarestia que llevan adheridas un sinfín de ejemplares de la lapa Nacella concinna. Unos metros más arriba, una colonia de pingüinos de Adelia se zambulle constantemente en busca de presas. Aunque en esta expedición hemos realizado permanencias bajo el agua de más de una hora, las inmersiones siempre se hacen cortas. Durante el ascenso algunos cormoranes se lanzan sobre nuestras burbujas, tan sorprendidos como nosotros por este inusual encuentro. Mientras tanto, la actividad a bordo del Hespérides se sucede sin descanso. Los dragados selectivos suben a la cubierta el resultado de los muestreos indirectos realizados hasta profundidades de dos mil metros. Parte de la muestra es aclimatada en acuarios que hemos instalado en una cámara frigorífica, junto a los laboratorios. El sistema permite la observación en vivo y la fotografía de muchas especies como paso previo a la clasificación, que supone el gran reto del proyecto. La prudencia y el método científico se mezclan con la emoción por la posibilidad de estar ante especies nuevas, jamás determinadas y probablemente jamás observadas. Los grandes grupos taxonómicos están asignados a científicos que han cambiado el despacho y el aula por el traje de supervivencia y las botas de agua. Veinticuatro especialistas que tienen la responsabilidad de conocer y de transmitir el conocimiento de este lugar oculto, uno de los últimos rincones vírgenes de nuestro planeta. El Hespérides ya navega con rumbo norte. La ruta atraviesa un complejo sistema de canales estrechos y bahías profundas. Los últimos transectos se hacen con el mar en calma, protegidos de un viento furioso que anuncia el final del verano austral. Reconforta ver en el horizonte la silueta de algunas bases científicas, volvemos a la civilización. La noche, que hasta hace dos meses no existía, empieza a dejarse sentir. El crepúsculo tiñe de amarillo los hielos. Navegamos a sólo dos nudos, no tenemos prisa, la campaña está llegando al final. Aparecen ante nosotros los restos de viejos botes balleneros y centenares de huesos esparcidos por la playa. Son los testigos mudos de un pasado en el que el ser humano diezmó a los únicos habitantes legítimos de la Antártida. Afortunadamente eso queda muy atrás y por esta vez voy a tener en cuenta el pasaje del Antiguo Testamento, cuando la mujer de Lot, desoyendo la advertencia, se dio la vuelta para mirar atrás y quedó convertida en estatua de sal.

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