La
catedral de Rouen es el fruto de un trabajo metódico con el que Monet expresa una
forma de ser, la de un trabajador incansable del arte, al servicio de un ideal:
atrapar en sus telas las cualidades efímeras de la luz y el aire para
mostrárselas al mundo.
Casi
veinte años antes, vivía con pocos recursos mientras su obra Impresión, sol naciente, le daba nombre
al movimiento en el que se integrarían los pintores que redireccionaron la
historia del arte. Pero cuando realiza esta obra ya nadie cuestiona ni su técnica
ni sus pinturas. La crítica ha entendido su nuevo mensaje y se rinde ante su
capacidad creadora. El público valora y compra sus cuadros. Y Monet, desde esta
situación de estabilidad, no relaja su pincel sino que trabaja rápido y sin
descanso, lo hace con varios lienzos a la vez, durante todo el día y durante
dos años; obsesionado con ponerle forma y color al paso del tiempo.
Vivió en
un momento de importantes transformaciones sociales y fue coherente con su
época, prefirió buscar su propio lenguaje y se alejó de la pintura que
reflejaba la realidad para sumergirse en otra en la que experimenta con el
color y pinta las sensaciones que percibe. En esta obra inicia un viaje al
encuentro con la luz. En el mismo momento la fotografía ha evolucionado hasta
comercializar la película en rollo. Las placas de vidrio dejan paso a los
fotogramas continuos y Monet con su catedral parece acuciado por esa misma
necesidad de secuenciar los instantes. Aplica pinceladas discontinuas,
rebosantes de pintura sin mezclar, para ir creando una sucesión de tonalidades
que se forman en la retina del espectador. Tiene que trabajar rápido porque la
luz cambia rápido y cada cambio significativo le obliga a cambiar de lienzo. Su
técnica le impuso una disciplina probablemente no imaginada pero que cumplió
como una orden suprema. Esa disciplina y agilidad le obligaron a afinar la
precisión hasta tal punto que el escritor Georges Clemenceau escribió,
refiriéndose a la Catedral de Rouen, que “Monet hace que hasta las piedras
hablen”.
Algunos
expertos han descifrado el método de trabajo para esta obra, imaginando las
cadencias para el cambio de lienzo y los retoques posteriores en el estudio.
Esta inquietud por entender el proceso, más allá del resultado y de la técnica,
se explica por lo trasgresor del procedimiento. A Monet no le sirve la
observación y la retención, pese a poseer una formidable memoria fotográfica; él
necesita estar al aire libre durante todo el proceso, desea formar parte de la
atmósfera que pretende trasladar a su cuadro. De esta forma se desliza, como lo
hace su pincel, entre los amarillos y los azules que la luz del sol vierte
sobre la fachada de la catedral. Cuando las paredes son doradas, las sombras
son azules, así traslada hasta el observador el calor o el frescor del edifico
y sus oquedades. La catedral de Rouen es un diálogo entre estos dos colores.
Pero es un diálogo frenético para que ocupen cada uno su lugar en el cuadro, su
arte no es el arte del sosiego sino el de la percepción y la precisión. Parafraseando a Celaya, Monet dejó constancia en este
cuadro de lo que era, un ingeniero del lienzo y un obrero. Alguien capaz de
romper con el arte para crear otro nuevo, sin descanso y sin tregua. Y como
quiso ser fiel a su idea, hasta las últimas consecuencias, necesitó treinta y
una telas y dos años para atrapar la luz que se le escapaba por las juntas de
las piedras de la catedral de Rouen.
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