La
sociedad actual es la mayor productora de información de toda la historia de la
humanidad. Crovi y Lozano afirman que el
volumen de información se multiplica cada diez o quince años y que esa explosión
informativa provoca entre los ciudadanos una permanente sensación de incertidumbre, entendiendo como tal, una circunstancia donde abundan las dudas, la indeterminación
y la inseguridad. En este contexto, el término sobreinformado ya se maneja con sentido
peyorativo, y autores como el profesor Pablo Mendelevich no dudan en usarlo como
sinónimo de mal informado. De la misma forma, Wiesel, premio Nobel de la Paz en
1986, afirma la convergencia de sentido entre ambos términos. También Umberto
Eco se ha pronunciado sobre el tema en la misma línea cuando se pregunta ¿qué
diferencia hay entre un periódico que diga todo lo que uno no puede leer y un
periódico que no diga nada?
La literatura autorizada es
concordante con la sentencia de Wiesel, a la que se suma la reflexión de J.L. Borges cuando escribe que “pensar es olvidar
diferencias, es generalizar, abstraer y abstraerse en un mundo abarrotado de detalles.
Para el profesor Franganillo, la censura en democracia funciona
por asfixia. Para él, una forma de vetar contenidos es sobrecargarlos de
información y así diluir la capacidad de encontrar lo que buscamos. Es una
opinión razonable pero solo es eso, una opinión con forma de hipérbole cuyo
objetivo final es remover las actitudes pasivas de los lectores. En cualquier caso, hablaríamos de una censura no intencional, que se
produce de forma espontánea y casi inevitable por las complejas características
del crecimiento sin precedentes de la información en el momento actual. El
mismo autor ofrece la clave para moderar ese efecto censura por sobrecarga
informativa cuando sugiere que la gestión de
la información debe formar parte importante de nuestra vida.
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