martes, 27 de noviembre de 2012

Barcos de papel











Los barcos de pesca tienen alma. Sobre la cubierta los pescadores destilan sudor y salitre por cada poro de su piel. Con el paso de los años el barco adquiere una vida propia, inmaterial, algo así como su alma, que existe sin dejarse ver, forjada con olor que disipan los cuerpos curtidos de los hombres de mar.
Siempre trasnochados, los pescadores van cediendo poco a poco su alma al barco que se la apropia sin concesiones. Por eso sus miradas siempre tienen un aire ausente, entre la fatiga física y el vacío que queda al perder una parte de su ser. Porque pocos oficios quedan en nuestro país que se realicen de sol a sol. Tal vez el de pescador sea el último que conserva un horario medieval en una sociedad contemporánea. Por eso, de la misma forma que hace mil años, los pescadores llegan a fin de mes con el sueño en números rojos. También las horas de convivencia familiar y la cuenta corriente tienen saldo negativo. De ese triste cóctel que mezcla sacrificio con ausencia de beneficios, en un mundo estimulado por el dinero, surge la fórmula para perder el alma. Lo que ellos no ganan con su trabajo, lo ganan otros sin trabajar. Pero el alma, que carece de valor económico, se la queda el barco.

Cuando los pescadores se quedan sin alma y los caladeros sin peces, los barcos se paran tras el último viaje. Cada día que pasan sin hacerse a la mar, pierden robustez y se vuelven cada vez más frágiles. Llegan a ser como esos barcos de papel que se van empapando de agua, condenados a su naufragio. La imagen siniestra de estos barcos, anclados fuera de los puertos, transmite la idea de un fantasma, alguien o algo que ya no está vivo pero que, en cierto modo, conserva el alma. 

Hace unos meses conocí a un pescador que dejó de serlo para dedicarse a cultivar bonsáis. Él me contó que "el mar arrastra a los pescadores hasta los destinos más insólitos y que en ese camino, siempre incierto, viajan en íntima alianza con su barco".
Esos barcos, cargados de almas, se están convirtiendo en papel mojado, política y socialmente, esos son los barcos que jalonan casi todos los puertos del sur peninsular. Son los barcos que ya nadie ve porque no figuran en ningún sitio. De no poner remedio, la pesca y los pescadores caminan hacia un final fácilmente predecible. En esta carrera desenfrenada, los pequeños barcos de pesca llegarán, tristemente, mucho antes a esa meta indeseada. Y mientras se hunden en los puertos, abandonados por la inactividad, aguas afuera navegan otros barcos, con tripulaciones anodinas, mal pagadas y reclutadas en países muy necesitados, barcos factoría, con capacidad para cientos de toneladas, cuyos armadores no entienden de nada que no convierta rápido en beneficios económicos. Es una situación paradójica, el más vivo ejemplo del “pan para hoy y hambre para mañana”, el sprint hacia el final de los recursos pesqueros.

Nuestro país debe ya posee un elevado parque de barcos de pesca hundidos sin haber sufrido un naufragio. También debemos liderar el ranking de marineros en tierra. Probablemente somos uno de los países con mayor experiencia y tradición pesquera. Demasiadas contradicciones difíciles de explicar. Y no creo que cultivar bonsáis sea una buena solución.

           

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