viernes, 1 de marzo de 2013

Machismo y asesinato, una relación promiscua










Fotografía de Sandra Botella, David Sanmartín, Cristina Arcas, Alba Soler y Nuria Ortuño

Es casi imposible leer la prensa una semana seguida sin que aparezca la noticia de una mujer agredida o asesinada por su compañero sentimental. Con esta frecuencia de agresiones nos acercamos peligrosamente a la integración en lo cotidiano del asesinato reiterado de las mujeres por sus parejas, al tiempo que se convierten en un mensaje de miedo para ellas. El punto de partida del problema se llama machismo, es adquirido y se aprende en una sociedad tradicionalmente patriarcal. En los países desarrollados, el cambio de valores posmodernos no lo ha hecho desaparecer sino que lo ha hecho invisible en su proceso. El psiquiatra Luis Bonino usa el término micromachismo para definir el comportamiento masculino que genera pequeñas y cotidianas violencias contra las mujeres; actos socialmente imperceptibles que invaden y expolian el espacio personal femenino, en distintos niveles, cada cual más humillante e inhibidor de los derechos universales que ostentamos todas las personas. Es invisible hasta que la crueldad del hombre alcanza niveles imposibles de ocultar, incluido el asesinato de la mujer: entonces se convierte en noticia, en otra más.

Como persona, pero sobre todo como hombre, lo que más me avergüenza es que estas prácticas se observan en toda la sociedad actual, con mayor o menor intensidad según el lugar o la clase social, pero de forma generalizada, y hasta cierto punto asumida y tolerada tradicionalmente. Duele además porque no son acciones recíprocas en un contexto de igualdad sino acciones represoras desde la posición dominante que ocupan los hombres en todas las sociedades. Esa posición ventajosa, convertida en una actitud violenta, se produce a menudo en el seno de la familia en cuyo contexto provoca una de las más grandes contradicciones humanas.  El profesor Jordi Monferrer es contundente cuando dice que “la familia es idealmente un refugio seguro contra los peligros del mundo exterior y sin embargo, la realidad muestra a diario que hay escenarios familiares que son sumamente peligrosos para sus miembros”. Masculinidad y violencia van de la mano en el entorno familiar y esa violencia es aprendida culturalmente por los hombres que se benefician de su situación y se resisten al cambio. Se escudan, de forma más o menos explícita, en una tradición a la que cuesta renunciar porque implica el abandono de privilegios, el reconocimiento de múltiples errores y un esfuerzo de reflexión profunda que traspase la apariencia democrática en la pareja. El psicólogo Erick Pescador afirma, basámdose en sus investigaciones, que “es posible encontrar hombres profeministas que en la intimidad golpean a sus compañeras”. El machismo puro, criticado ahora socialmente, ha dado paso a fórmulas sutiles para el sometimiento de su opuesto sexual. Investigadores como Pescador manejan datos estadísticos que indican que este tipo de violencia es la primera causa de muerte o invalidez de las mujeres entre 15 y 44 años, que tienen más probabilidades de ser asesinadas o heridas por sus parientes masculinos, que de morir debido al cáncer, la malaria, los accidentes de tráfico o la guerra.

Ante esta realidad me hago la misma y angustiosa pregunta que formulan los sociólogos y que debería ser el titular permanente de las noticias sobre la violencia de género: ¿cómo se puede violentar amando?
La relación entre machismo y asesinato es demasiado frecuente. Las mujeres ya libran su propia batalla y las teorías feministas han dejado constancia del modelo de conducta; pero los hombres deben tomar partido y posicionarse, por respeto obligado a la igualdad de las personas y porque en este tipo de violencia reside el embrión del resto de violencias; si no somos capaces de eliminar la agresión en un entorno que se supone de convivencia, tampoco seremos capaces de resolver el problema de las agresiones entre etnias, entre países o entre religiones. La situación es límite y debe atajarse con la misma voluntad que la empleada para la resolución de otros grandes conflictos.

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