martes, 27 de noviembre de 2012

La monocromía azul de la tristeza















 
Los Pobres a la orilla del mar de Picasso pueden perseguirle a uno toda la vida. Una vez asomados al óleo del malagueño, la tristeza (en familia) que desprende la obra deja una huella profunda. Una huella que se puede diluir con el tiempo pero que ya nunca se borrará de nuestra retina.

Son las tres figuras estilizadas de personas elegantes, venidas a menos, las encargadas de conmover las entrañas del espectador, de hacerle pensar y de sumirle en la misma incógnita que probablemente atormentaba a su creador para ser capaz de generar tanto desasosiego con un trazo tan preciso de los pinceles. O quizá son las tres miradas, que se dirigen a ninguna parte en un espacio tan reducido, las que dirigen a su vez la mirada del espectador hacia la nada, y de la nada hacia su interior. Lo normal habría sido que Picasso usara el mismo juego de complicidades que propuso, dos años más tarde, en su obra Familia de acróbatas con mono, donde el padre y la madre miran al niño y éste mira al espectador, donde hasta el animal mira a alguien. Pero no, los pobres de azul son ciegos sin serlo por voluntad del pintor, que además inclina sus rostros para que la sumisión de las circunstancias atormente a los protagonistas y, a través de ellos, al observador. En la mujer, el ángulo de su cuello preconiza la desgarradora posición del Viejo guitarrista. El espíritu de ambos volverá, treinta y cinco años más tarde, reencarnado en el Guernica[1]; con posiciones ahora más allá de lo humanamente posible, provocadas ya no por la pobreza sino por la muerte violenta. El contexto social y la toma de conciencia del pintor son motivos cruciales para la elección del tema[2]. La técnica le permite dirigir con precisión el trazo para expresar aquello que siente. Pero a esa selección de rasgos se le suma un elemento decisivo, una monocromía azul que más allá de enfriar el ambiente, es la responsable de congelar los sentimientos. Si eliminamos los matices, la pintura cambia, la obra se desdibuja y la tranquilidad regresa, en cierto modo, al observador.

Conviene hacer la prueba para entender que es el color lo que amalgama los demás elementos de la obra y trasmite esa tristeza duradera e inolvidable. De alguna manera, Picasso se adentra en los rincones más emocionales de nuestro cerebro a través de los pigmentos azules. Esa es la diferencia, la maestría para traspasar la epidermis del observador. Por eso, cuando otras personas desvestidas de la técnica y cargadas de inocencia, reproducen la obra, el tema y las formas permanecen pero el azul, el trasmisor de la tristeza, desaparece de manera inconsciente[3].

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