miércoles, 19 de junio de 2013

Desde el mar, contra viento, paro, y marea

Vila Joiosa significa, en valenciano, pueblo alegre. Es una ciudad costera del levante español, volcada al mar, con siglos a sus espaldas de tradición marinera. Es un pueblo de pescadores que ha crecido al mismo tiempo que su flota de pesca y que los espigones de su puerto. Los barcos de gran tonelaje se abarloan a los diques de hormigón, amarrados con las gruesas cuerdas que los marineros llaman estachas. La lonja del pescado y la fábrica de hielo están situadas a pie de amarre.
A las cuatro de la madrugada un hombre de mediana edad y un chavalote joven caminan con paso ligero junto a los barcos que duermen. Son pescadores y tienen una cita con el mar pero siguen caminando hasta el final del puerto, donde el último dique forma un ángulo recto y esconde un pequeño rincón. Allí amarrados hay tres barquitos de madera que apenas miden seis metros de eslora. Tienen una pequeña cabina en el centro y una polea en la proa.
El hombre mayor se llama Constantino y el chaval es su hijo Juan que acaba de cumplir dieciocho años. Todos andamos con sueño y entre bostezo y bostezo subimos al barco que con nuestro peso se balancea como una atracción de feria.

"Agárrate bien que es un barco muy pequeño - me dice Constan – lo compré de segunda mano por seis mil euros cuando mi hijo y yo nos quedamos en el paro".

Los dos hombres llevan grabadas en la piel todas las horas de exposición al sol y a la sal. Ambos trabajaban en la flota de arrastre hasta que la crisis económica se cebó especialmente en el sector  pesquero, que ya estaba herido de muerte por la sobreexplotación de los caladeros. Primero el padre, y unos meses más tarde el hijo, pasaron a la inactividad forzosa del desempleo.

"Todos hablan del sector inmobiliario, de los coches que no se venden, pero de nosotros, los pescadores, nadie habla, no salimos en los periódicos"  - se queja en voz alta Juan mientras ordena unos paños de red en la cubierta -  "a nosotros nadie nos ayuda, nos tenemos que buscar la vida".

Tres personas a bordo de este barco somos una multitud. Me siento sobre las redes húmedas mientras maniobramos para salir del puerto. Pasamos junto a los grandes pesqueros construidos con fibra y acero. A su lado el Retoret, como se llama nuestro barco, parece de juguete. Constantino mira los barcos con tristeza, luego mira a su hijo, aprieta las manos contra el timón y pone rumbo al horizonte.
En esta época del año, la que va de abril a septiembre, los trasmalleros pescan, principalmente, el salmonete. El trasmallo es un tipo de red de tres paños que se cala en las aguas litorales y se deja en el fondo durante unas horas, marcada con una boya. El trabajo de los pescadores consiste en recorrer la costa calando y recogiendo redes. Un trabajo duro y una jornada que se prolonga hasta las cuatro de la tarde. A veces las redes suben vacías, pero el trabajo es el mismo. Hay que estibar, navegar unas millas y volver a calar. En total son unos cuatro mil metros de red los que pasan cada vez por las manos de Constantino y Juan, desde el barco hasta el fondo y otra vez vuelta a empezar.
Cada vez quedan menos barcos grandes, la flota de arrastre es insostenible con el precio del combustible y el descenso de las capturas. Un arrastrero consume unos mil euros en gasoil al día y lleva a bordo entre cuatro y seis pescadores, con sus respectivos sueldos. La política comunitaria sobre la pesca se ha establecido en base a la reducción de las flotas como forma de asegurar la sostenibilidad de los recursos marinos. Desde Bruselas se subvenciona el desguace de los barcos, y los armadores optan por esta solución ante un futuro incierto. La Vila Joisosa, la ciudad alegre del norte de Alicante ya no lo es tanto porque su gente se queda sin trabajo y sus pescadores sin barcos.

"Nosotros lo único que sabemos hacer es pescar" - me grita Constantino entre el ruido del motor y del viento - "si nos quedamos sin trabajo tenemos que salir adelante pescando que es lo que hemos hecho toda la vida".

La jornada va llegando a su fin y hemos  perdido la cuenta de cuántas veces se han izado las redes. En las dos bandas del barco hay cuatro cajas azules con un logo que dice “Peix de la Vila”. Están llenas de salmonetes de escamas rosadas cubiertos de hielo. La pesca que practican estos hombres produce un mínimo impacto en el medio y está catalogada por la FAO, el organismo internacional que regula la pesca profesional, como una actividad sostenible. En su pequeño barco apenas caben tres personas pero el motor diesel de doce caballos de potencia solo consume una media de veinte euros de combustible por día. Poco impacto para la naturaleza y poco gasto para sus bolsillos. Con la venta diaria del pescado en la lonja, según nos cuentan, pueden llegar a fin de mes, y aunque la incertidumbre siempre les acecha, su experiencia les da tablas para vencer las dificultades.


Durante un par de horas los pescadores cambian de oficio y se convierten en comerciantes, recogen las ganancias de su trabajo y de vuelta al barco; para poner combustible y dejarlo listo hasta la próxima madrugada. Les quedan pocas horas para el descanso y para la familia pero en sus rostros curtidos por el mar se trasluce la satisfacción de sentirse útiles, de tener un trabajo, de ser capaces. Me despido de ellos, les agradezco haberme permitido compartir su vida durante un día y les deseo mucha suerte. Por el retrovisor de mi coche veo como se aleja el rincón del puerto con sus barquitos, y por un momento tengo la sensación de que este vuelve a ser el pueblo alegre.

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