Vila Joiosa
significa, en valenciano, pueblo alegre. Es una ciudad costera del levante
español, volcada al mar, con siglos a sus espaldas de tradición marinera. Es un
pueblo de pescadores que ha crecido al mismo tiempo que su flota de pesca y que
los espigones de su puerto. Los barcos de gran tonelaje se abarloan a los
diques de hormigón, amarrados con las gruesas cuerdas que los marineros llaman
estachas. La lonja del pescado y la fábrica de hielo están situadas a pie de
amarre.
A las cuatro de
la madrugada un hombre de mediana edad y un chavalote joven caminan con paso
ligero junto a los barcos que duermen. Son pescadores y tienen una cita con el
mar pero siguen caminando hasta el final del puerto, donde el último dique
forma un ángulo recto y esconde un pequeño rincón. Allí amarrados hay tres
barquitos de madera que apenas miden seis metros de eslora. Tienen una pequeña
cabina en el centro y una polea en la proa.
El hombre mayor
se llama Constantino y el chaval es su hijo Juan que acaba de cumplir dieciocho
años. Todos andamos con sueño y entre bostezo y bostezo subimos al barco que
con nuestro peso se balancea como una atracción de feria.
"Agárrate bien que es un barco muy
pequeño - me dice Constan – lo compré
de segunda mano por seis mil euros cuando mi hijo y yo nos quedamos en el paro".
Los dos hombres
llevan grabadas en la piel todas las horas de exposición al sol y a la sal.
Ambos trabajaban en la flota de arrastre hasta que la crisis económica se cebó
especialmente en el sector pesquero, que
ya estaba herido de muerte por la sobreexplotación de los caladeros. Primero el
padre, y unos meses más tarde el hijo, pasaron a la inactividad forzosa del
desempleo.
"Todos hablan del sector
inmobiliario, de los coches que no se venden, pero de nosotros, los pescadores,
nadie habla, no salimos en los periódicos" - se queja en voz alta Juan mientras ordena
unos paños de red en la cubierta - "a nosotros nadie nos ayuda, nos tenemos que
buscar la vida".
Tres personas a
bordo de este barco somos una multitud. Me siento sobre las redes húmedas
mientras maniobramos para salir del puerto. Pasamos junto a los grandes
pesqueros construidos con fibra y acero. A su lado el Retoret, como se llama
nuestro barco, parece de juguete. Constantino mira los barcos con tristeza,
luego mira a su hijo, aprieta las manos contra el timón y pone rumbo al horizonte.
En esta época
del año, la que va de abril a septiembre, los trasmalleros pescan,
principalmente, el salmonete. El trasmallo es un tipo de red de tres paños que
se cala en las aguas litorales y se deja en el fondo durante unas horas,
marcada con una boya. El trabajo de los pescadores consiste en recorrer la
costa calando y recogiendo redes. Un trabajo duro y una jornada que se prolonga
hasta las cuatro de la tarde. A veces las redes suben vacías, pero el trabajo
es el mismo. Hay que estibar, navegar unas millas y volver a calar. En total
son unos cuatro mil metros de red los que pasan cada vez por las manos de
Constantino y Juan, desde el barco hasta el fondo y otra vez vuelta a empezar.
Cada vez quedan
menos barcos grandes, la flota de arrastre es insostenible con el precio del
combustible y el descenso de las capturas. Un arrastrero consume unos mil euros
en gasoil al día y lleva a bordo entre cuatro y seis pescadores, con sus respectivos
sueldos. La política comunitaria sobre la pesca se ha establecido en base a la
reducción de las flotas como forma de asegurar la sostenibilidad de los
recursos marinos. Desde Bruselas se subvenciona el desguace de los barcos, y
los armadores optan por esta solución ante un futuro incierto. La Vila Joisosa,
la ciudad alegre del norte de
Alicante ya no lo es tanto porque su gente se queda sin trabajo y sus
pescadores sin barcos.
"Nosotros lo único que sabemos hacer
es pescar" - me grita Constantino entre el ruido del motor y del viento - "si nos quedamos sin trabajo tenemos que
salir adelante pescando que es lo que hemos hecho toda la vida".
La jornada va
llegando a su fin y hemos perdido la
cuenta de cuántas veces se han izado las redes. En las dos bandas del barco hay
cuatro cajas azules con un logo que dice “Peix de la Vila”. Están llenas de salmonetes
de escamas rosadas cubiertos de hielo. La pesca que practican estos hombres produce
un mínimo impacto en el medio y está catalogada por la FAO, el organismo
internacional que regula la pesca profesional, como una actividad sostenible. En
su pequeño barco apenas caben tres personas pero el motor diesel de doce
caballos de potencia solo consume una media de veinte euros de combustible por
día. Poco impacto para la naturaleza y poco gasto para sus bolsillos. Con la
venta diaria del pescado en la lonja, según nos cuentan, pueden llegar a fin de
mes, y aunque la incertidumbre siempre les acecha, su experiencia les da tablas
para vencer las dificultades.
Durante un par
de horas los pescadores cambian de oficio y se convierten en comerciantes,
recogen las ganancias de su trabajo y de vuelta al barco; para poner
combustible y dejarlo listo hasta la próxima madrugada. Les quedan pocas horas
para el descanso y para la familia pero en sus rostros curtidos por el mar se
trasluce la satisfacción de sentirse útiles, de tener un trabajo, de ser capaces.
Me despido de ellos, les agradezco haberme permitido compartir su vida durante
un día y les deseo mucha suerte. Por el retrovisor de mi coche veo como se
aleja el rincón del puerto con sus barquitos, y por un momento tengo la
sensación de que este vuelve a ser el pueblo
alegre.
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